lunes, 2 de septiembre de 2013

La campaña de picado de cartuchos del año 4 de Akhenatón en Karnak.

La campaña de picado de cartuchos del año 4 de Akhenatón en Karnak.

Puñal de Tut.
El cuarto año de reinado de Amenhotep IV (también llamado Amenophis por el mundo heleno) fue clave en su reinado y redundó en todo Kemet, la Tierra Negra. Se produjo un cambio de inflexión radical en su política, la fundación y traslado a la nueva capital y el cambio de nombre del rey. Se volvió a esposar con su nuevo nombre de Atón, Akhenaton, con sus dos esposas Nefertiti y Kiya. Hetmuhery, gran mago de Amón, fue destinado a un puesto secundario en medio del desierto líbico y el sumo sacerdote de Amón en Karnak, pasó a ser Hem Neter, con el nuevo título de Sumo Sacerdote de Karnak. A partir de ese momento, el Atón brillaría con más fuerza que ningún otro poder celestial.
Pero lo que resultó más impactante al pueblo llano, la mayoría de personas que poblaban el estado egipcio, fue la campaña de borrado de cartuchos con los nombres de las deidades del panteón religioso en los templos, y ello ocurrió así...

Corría el año cuarto de Amenhotep, el rey del Alto y Bajo Egipto, señor de las Dos Tierras. Las gentes de Kemet se agolpaban a las puertas de los templos de Amón, Isis, Sekhmet, y el resto de dioses tradicionales. Eran los dioses que les protegían con un pacto ancestral, desde tiempos de la unificación, cuando los dioses caminaban por la Tierra Negra. Los sacerdotes hicieron las mejores ofrendas a sus dioses en los sanctasanctorum de cada uno de sus templos, en un intento de intervención divina para que el rey, Sumo Sacerdote del país, revocara la cruel orden. Pero nada pudo detener a los obreros destinados por el faraón. Iban protegidos con escoltas procedentes del norte, puesto que en la zona tebana del sur, nadie quiso enfrentarse al pueblo amante de Amón.
Otros puñales de la tumba de Tut.
BinSeth y un joven Horemheb habían aportado la mayor parte de soldados para que el picado de las piedras con los nombres sagrados transcurriera con normalidad. Pero eso no iba a ser fácil. Las mujeres se lamentaban a gritos, como en un funeral, y lanzaban ceniza sobre sus cabezas, arañaban su rostro o se estiraban del pelo. Los hombres tomaron las hoces de segar, las armas de cazar o piedras: cualquier cosa que tuvieran a mano para resistirse. Los niños cantaban las alabanzas a los dioses, aunque no entendían muy bien qué ocurría.
Cuando llegaron los primeros funcionarios reales, la gente bloqueó las puertas y los soldados les hicieron retroceder una y otra vez. Nadie podía entrar ni salir de los templos, que se defendían en una última resistencia ante la decisión real. Karnak ya sabía a lo que se enfrentaba, pues las noticias habían corrido más que el Nilo tumultuoso y, aunque los emisarios de la corte se dieron prisa en llegar a todos los templos, estaban preparados.
Los lamentos de la multitud dejaron sorprendidos a los soldados. No sabían cómo reaccionar. Los obreros que debían picar la piedra impelían a los guerreros a hacer algo, pero tenían órdenes directas de no dañar a nadie. Las horas pasaban y nadie se movía de las puertas del mayor templo de Egipto. Cuando alguno hacía amagos, los otros se plantaban firmes. El ocaso llegó y con él, la incertidumbre ante lo que pasaría el nuevo día. Fue una noche tensa, en la que nadie durmió. El grito de Amón, Amón, resonaba por el valle. Los soldados encendieron hogueras para poder vigilar bien a los aldeanos, venidos de todo el Hwt de Karnak y de más allá. Y así, llegó el amanecer.
Festival en el templo.
El Atón comenzó su gira diurna sobre el azul, pero nubes le tapaban la mirada. Amón no deseaba que tuviera el máximo poder y le bloqueaba como podía, decían los intérpretes del cielo. El general tenía que tomar una decisión. No podía dejar de cumplir la orden real, ni debía dañar a los ciudadanos, pero si no hacía algo, se prolongaría inútilmente la espera.
Unos pocos decían que cumplieran lo ordenado por el rey y se fueran, que el faraón era omnipotente en su sabiduría y haría esto por el bien del pueblo, pero pocos les escuchaban y al final de su discurso tuvieron que huir precipitadamente.
Al mediodía, cuando el Atón estaba en su cénit, el general decidió avanzar. Pensó que los devotos de Amón se apartarían al ver sus lanzas y los obreros podrían realizar su trabajo. Pero al poner su idea en práctica, todo se dio la vuelta. Los soldados fueron zarandeados por un pueblo que les superaba en muchas veces y vieron peligrar su vida y la de los obreros a los que protegían. Los egipcios no deseaban que llegaran hasta las puertas y destrozaran las creencias milenarias de su culto. Nadie iba a ceder, pero el general no se dio cuenta hasta que manchó su hoja de bronce con la cálida sangre de un resistente. Las primeras heridas desencadenaron una reacción contra los soldados, que fueron golpeados mil y una veces. El inexperto general ya no controlaba el destacamento. Cada uno era su capitán y lucharon por su vida. El reguero llegó hasta las puertas doradas y los jeroglíficos se mancillaron con la sangre de inocentes. El caos estaba entre ellos.
Ya nada pudo parar el desastre. Murieron muchos devotos, soldados y funcionarios. Cuando los sacerdotes vieron el desastre, se rindieron y abrieron las puertas, pero la tragedia ya era una realidad. La sangre llegó hasta el Nilo y los gritos de dolor por la muerte de las gentes retumbó hasta palacio. Nadie olvidará esos días.
Los funcionarios supervivientes picaron sin piedad los cartuchos en donde ponía los nombres de los antiguos dioses, incluso los plurales. Ya sólo se honraría a un dios: Atón. El resto, no eran más que creados por Él y no merecían tal honor, pues sólo eran sus tenues manifestaciones.
Apenas terminaron la impía tarea, los funcionarios reales tuvieron que marcharse en una barca que incautaron a unos humildes pescadores, puesto que la suya fue destrozada. Al llegar a palacio, dieron cuenta de todo al monarca en persona, que no entendía cómo su pueblo no le seguía como a otros reyes que hicieron cambios. El poder de Amón era grande y estaba muy arraigado en Tebas-Waset, la capital, la perla, el corazón de Kemet.
Sus allegados dijeron que ese día algo cambió en el rey. Se conmovió profundamente, pues no esperaba tal reacción popular y deseaba fervientemente el apoyo de su pueblo, pues el cambio estaba enfocado hacia su bien. Vistió el luto durante toda la siguiente estación, pero su decisión era inamovible.
En otros lugares no hubo tanta resistencia y esto es sólo un ejemplo de un hecho ocurrido hace ya veinte largos años.

Pero Karnak recuerda...




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