miércoles, 16 de enero de 2013

El poder del nombre.


El poder del nombre.
El nombre (Ren) para los egipcios era parte del propio ser y tenía grandes poderes sobre la persona si se conocía. Según la mitología menfita de Toth, este dios creador (taumaturgo) hizo la humanidad con el poder de la palabra. Este poder era tan grande, que todos en Egipto escondían su verdadero nombre del resto. El faraón, que llevaba hasta 5 titulaturas o nombres reales, se hacía envolver el nombre en cartuchos o lazos mágicos cuando inscribían ese poderoso epíteto en los bajorrelieves de los templos o en tablillas y papiros. Los cartuchos, empleados en la escritura jeroglífica, son la representación esquemática de una cuerda que rodea el nombre escrito dentro de él protegiéndolo para la eternidad.



1) Serej o Nombre de Horus; 2) Nebti o de Las Dos Señoras; 3) Hor Nub u Horus de Oro; 4) Nesut Biti y 5) Sa Ra. Ejemplo de las 5 titulaturas que podía ostentar el rey (no todas necesariamente).

El resto de humanos lo que hacían era apodarse o disminuir su nombre, para que nadie conociera su verdadero nombre y pudiera hacerles daño.
La forma de hacer más daño a alguien era destruir su recuerdo, para ello se destruía cualquier lugar en donde se le nombrara o representara. Hatshepsut, la reina faraón fue afectada por este terrible castigo denominado “damnatio memoriae” (destrucción de la memoria) por los romanos. Era la peor de las muertes, la definitiva, el olvido.
Akhenatón también lo usó en su reforma religiosa, para remarcar su poder ante los tebanos y sus dioses. El signo jeroglífico que servía para designar a «los dioses» en plural es suprimido de las inscripciones, puesto que se halla en contradicción con la noción de un dios único. Los escultores dejaron intactos en muchas regiones y muchas aldeas los nombres de las antiguas divinidades. Akhenaton no era tan ingenuo para creer que les daría tiempo a recorrer todo Egipto. Sencillamente, consideraba importante intervenir en algunos puntos neurálgicos. El faraón sabía muy bien que no destruiría a Amón. No devastó su sede sagrada, Karnak. Quiso que, durante el periodo de reinado que le había sido concedido, la influencia del dios de Tebas permaneciese oculta, a fin de acrecentar así la de Atón. Akenatón y Nefertiti se proclamaron dioses vivientes; solamente adorando a la pareja real, la gente podía tener acceso a Atón.

Por el contrario, cuando se moría, convenía anotar el nombre para que siguiera viva el alma y que los que leyeran el texto, revivieran su nombre y por tanto, su memoria y su vida en los Campos de Aaru, una especie de paraíso tras la muerte del cuerpo terrenal. El soporte preferido era la piedra, por su connotación de duración y eternidad.
No era de extrañar el encontrarse lápidas con textos como este: “Vivos que estáis en la tierra y pasáis junto a este sepulcro, que amáis la vida y odiais la muerte, pronunciad mi nombre para que yo viva, pronunciad en mi favor la fórmula de ofrenda”.
Esta costumbre se continuó después y los romanos colocaban sus ricos mausoleos al lado de las vías y entradas a la Urbe, para que todos los que entraran y salieran leyeran estos buenos deseos.
El Ren era un nombre único para cada persona que permitía que el hombre perdurara; se creía que éste no moría del todo mientras su Ren fuese pronunciado, es decir, mientras el nombre del difunto no fuera olvidado por completo. Esto explica por qué los faraones y otros personajes influyentes hacían enormes esfuerzos en preservar su nombre, inscribiéndolo una y otra vez en los monumentos que construían, en tumbas, en documentos, etc., y explica también por qué la damnatio memoriae era un castigo tan severo para ellos. POr poner un paralelismo friki, era como la muerte definitiva para un vampiro.
El conocimiento del nombre es el verdadero conocimiento. Pronunciar el nombre es construir una imagen espiritual, revelar la esencia del ser. Nombrándolo, creamos, como hizo Thot en su momento. Al conocer los verdaderos nombres, que están ocultos al profano, experimentamos su dominio.
Lo más grave para un ser es ver destruido su nombre. También la magia toma todo tipo de precauciones para que el nombre dure eternamente. Los elementos del nombre: las letras que lo componen son sonidos portadores de energía. Cuando el mago habla de forma ritual, utiliza esos sonidos como una materia animada, actúa sobre el mundo exterior, lo modifica si es preciso.
También se podía usar para dañar: el inscribir su nombre secreto en una figurilla que lo represente y destruirla, pisoteándola, rompiéndola y/o quemándola era un hecho relativamente común y se hacía con carácter ritual. Un ejemplo típico de esta práctica a nivel institucional era lo que se realizaba con los “9 Arcos”, los enemigos del estado. Se han hallado en yacimientos egipcios representaciones o denominaciones de estos pueblos (que iban cambiando según la época, aunque manteniendo el número mágico 9 igual) destruidas ex profeso.
Cada ser –incluidas las divinidades- posee un nombre secreto. Ciertos nombres secretos son revelados por los textos en el transcurso de curiosos episodios. Así, Horus navegaba en una barca de oro en compañía de su hermano. Este último fue mordido por una serpiente. Le pidió a Horus que le socorriese. El dios dijo: “Revélame tu nombre”. Solo con esta condición, Horus médico haría venir al gran dios con objeto de iniciar el proceso de curación. En estas condiciones, su hermano está obligado a ceder. Confiesa: “Yo soy el ayer, el hoy y el mañana”, “yo soy un hombre de un millón de codos, cuya naturaleza es desconocida”, “yo soy un gigante”… Horus escucha esta letanía, pero permanece escéptico. El verdadero nombre no figura entre aquellos. El otro cede. Por fin se sincera y le da su nombre secreto: “El día en que una mujer encinta puso un hijo en el mundo”. Horus pronuncia entonces la fórmula de curación. Sin duda hay que ver en este relato una ilustración simbólica de lo andrógino, de ese ser hombre-mujer que existía en el alba de los tiempos, antes de la separación del espíritu en “hombre” y “mujer” y que retoman los griegos en su mitología.
El ejemplo más célebre de la búsqueda del nombre secreto se nos ofrece con la leyenda de Isis y Ra. La diosa tenía por fuerza que descubrir el verdadero nombre del dios Luz. Solo existe un arma eficaz para conseguir sus fines: la magia. Como Ra tenía ya mucha edad, su saliva caía sobre el suelo. Isis utilizó este valioso material. Lo modeló con su mano, con ayuda de la tierra que se adhería a él. De esta masa hizo una serpiente, que situó en el camino por donde Ra pasaba. Mal protegido por su séquito, el dios sol fue picado por el reptil. Muy sorprendido, Ra lanzó un grito que llegó hasta el cielo. “¿Qué sucede?”, se extraña el señor de la luz. Tiembla, balbucea. El veneno circula por sus venas, se adueña de su cuerpo. Apela a los dioses. Que vengan a su lado, ellos que han nacido de su ser. Ra explica que ha sido picado por una criatura dañina. No la ha visto, no la conoce. No ha sido creada por él. Escapa a su control. Ra sufre atrozmente. Nunca había sentido un dolor parecido. Pronuncia palabras que cada mago repetirá cuando se identifique con el dios: “Yo soy un Grande, hijo de un grande, soy una simiente que ha nacido de un dios. Soy un gran mago, hijo de un gran mago… Tengo muchos nombres y muchas formas, mi forma está en cada dios.”
Ra se desahoga. Su padre y su madre le han ofrecido un nombre que ha permanecido secreto, en lo más profundo de sí mismo. Es por eso que ningún mago, ninguna maga, tiene poder sobre él.
Una diosa era famosa por sus cualidades mágicas excepcionales y su capacidad de otorgar el soplo de vida, reanimando al que ya no respiraba: Isis. Esta vino y preguntó a Ra: “¿Qué sucede? ¿Qué significa esto?” Se ha comprobado que una serpiente ha mordido a Ra. Ella conjuró, pues, al veneno con un encantamiento apropiado. Isis se acerca a él. Felina, murmura: “¡Dime tu nombre, divino padre!”. Ella lo necesita, en efecto, para formular la conjuración que permitirá a Ra permanecer con vida. El dios responde: “Yo soy aquel que hizo el cielo y la tierra, encadenó las montañas y creó lo que está arriba”. Añade que ha puesto en el mundo los elementos, los horizontes, ha colocado a las divinidades en el cielo. Cuando él abrió los ojos, nació la luz. Cuando los cierra, se forman las tinieblas. El genera el fuego, los días, los años, las flores. Pero su nombre sigue siendo desconocido. Se sabe que se llama Khepri por la mañana, Ra a mediodía, Atum por la tarde… Pero esto no basta para detener el veneno. El gran dios no ha sido curado. Isis le confirma: “¡Tu nombre secreto no está entre los que me has dicho! Confiésamelo y el veneno saldrá.” El estado de Ra se deteriora cada vez más. “Acerca tu oído, hija mía, dice a Isis, para que mi nombre pase de mi pecho al tuyo”.
Ra revela pues, su nombre secreto a Isis. Desgraciadamente, el oído de los hermanos no era lo bastante fino para percibir las palabras pronunciadas por el dios. Solo la diosa conoció la confidencia. Para conocer el secreto, para entender la palabra perdida, hay que ser iniciado en los misterios.
Pero el “verdadero nombre” de los dioses no es pronunciado jamás ante profanos. De vez en cuando, se da la sensación de revelarlo recitando una sucesión de sonidos incomprensibles que no significan nada. Los iniciados de la Casa de la Vida desalentaban de este modo a los curiosos que deseaban adquirir poderes personales y no descifrar el sentido profundo de los jeroglíficos.
Cada ser humano siente la misión de buscar y conocer el nombre secreto que le fue confiado en el momento de su nacimiento y del que debe hacerse digno. Pasar victoriosamente la prueba de la muerte es hacer que este nombre perdure como el de Osiris. La importancia de un nombre es tal que está sujeto a culpa, como valor sagrado, por los tribunales. Por eso se cambia el nombre de los criminales culpables de haber violado un lugar santo o de haber intentado edificar una morada más elevada que la de los dioses. Primer grado de castigo: excluir del nombre del acusado el del dios que podría ser mencionado con él. En el reino de los muertos hay que recordar ante todo el propio nombre.

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